—Al final, ya ves, todos tenemos que pasar por tus manos, Virtudes.
Tenía razón Paco. Así era. Virtudes regentaba la funeraria de la localidad y su labor implicaba maquillaje y preparación de los cadáveres para el último adiós. Y ahora debía ocuparse del padre de Paco, aquel galanzuelo convertido en solterón. Virtudes vestía el cuerpo inerte del padre de Paco con manos hábiles, con delicadeza y hasta con cariño. Cuando los finos dedos de Virtudes comenzaban a limpiar la tosca piel del campesino, Paco sintió un ramalazo de tristeza.
—Me acuerdo de cuando íbamos en el tractor bien de mañana. Le gustaba cantar.
—Sí, era un hombre alegre. Como tú de joven.
—¡Jóvenes! Que lejos parece todo aquello ¿verdad? Los juegos, las risas, los bailes…Aún recuerdo el traje de flores que te ponías. Estabas muy guapa.
—Eso fue hace una eternidad.
—Yo me acuerdo como si fuera ayer.
Mientras Virtudes dibujaba color en las pálidas mejillas del cadáver, Paco la recordaba como una de las chicas más cortejadas del pueblo. Era guapa, callada y algo tímida. Él había conseguido bailar con ella muchas veces hacía unos treinta años, pero Virtudes prefería a Manolo, que era el vaquero del cacique. Paco no logró explicarse nunca cómo había elegido a Manolo, un hombre alto, desgarbado, pecoso, de pocas palabras y trabajador infatigable. Él se consideraba mucho más guapo y alegre, tenía el don de la palabra y sabía hacer reír a las mozas. Sin embargo, aunque Virtudes sonreía ante sus chascarrillos y abrazos, luego optaba por alejarse de forma prudente. Así que finalmente Manolo llevó al altar a Virtudes con veintiún años y tuvieron tres rapaces.
Paco tuvo muchas novias pero nunca se casó y a sus cincuenta y tantos años se había convertido en un solterón que había dejado escapar a todos los buenos partidos del pueblo. Con las mujeres de los alrededores tampoco tuvo nada que hacer, conocían sus triquiñuelas y lo evitaban con educación.
Los sábados de baile, coqueteo y despreocupación habían quedado atrás y, ahora, treinta y cuatro años después, él, soltero y Virtudes, viuda, compartían una madrugada de sábado arreglando el cuerpo de su difunto padre.
Virtudes mostraba su desenvoltura, pero en ocasiones la pericia no podía sustituir a la fuerza y Paco tuvo que ayudarla un par de veces a mover el cuerpo. Fueron unos segundos, sólo unos pocos, pero cuando las manos de Paco rozaron las de Virtudes, él sintió una cabriola en el pecho, un despertar de su antiguo deseo, y se sorprendió por la fuerza de los rescoldos de aquella hoguera olvidada.
—Virtudes, yo todavía me acuerdo.
—¿De qué?
—De cuando bailábamos en la plaza. El Mariano con la gaita y el Pepe con el pandero lograban que todos danzábamos alegres.
En el silencio posterior cada uno volvió a sus pensamientos. Paco recordaba el vestido azul de flores blancas, su cara menuda, el cuerpo deseado. Virtudes, sin proponérselo, recordó la sonrisa pícara de Paco, sus largas manos y sus bravuconadas. Qué diferente había resultado Manolo: suave, tranquilo y lleno de respeto hacia ella. Rememoró cómo paseaban juntos mientras recogían las vacas y escuchaban los pájaros y los grillos. Hacía cinco años que Manolo le había dejado a causa de un cáncer que le fue hurtando las fuerzas y los kilos. Habían sido cinco años de silencio, turbados por la visita dominical de los hijos. La casa se había quedado grande y, hasta algo descuidada; ya no estaba Manolo para arreglar los desperfectos, no había nadie para reparar la calefacción de su cuarto.
Paco no apartaba la mirada de Virtudes. Ella miraba de reojo a ese hombre que parecía ahora tan cambiado, al menos parecía haber perdido la prepotencia de la juventud. Percibió además que se había puesto una camisa limpia de la que emanaba, aún a esa hora del día, un resto de olor a jabón. Todavía tenía buena planta y las arrugas de su cara resaltaban la media sonrisa.
Virtudes evocó entonces el olor de Manolo y sintió el de Paco. Ella era muy sensible a los olores, incluso a veces podía adivinar la causa de la muerte por el olor del cadáver. Los accidentes o víctimas de muerte violenta olían a miedo, como a un sudor rancio, fruto de la postrera descarga de adrenalina. La gente que fallecía durante el sueño parecía oler a sábanas, a cuarto limpio. Paco olía bien y eso la hizo sonreír, era un olor a hayedo en otoño con el frescor de un río.
Se miraron durante unos momentos, él la contemplaba como pidiendo algo, con un atisbo de sonrisa en los labios. Ella le respondió con una mirada curiosa, tratando de averiguar qué pasaba en su interior. Se descubrió inspirando profundamente y deseando un abrazo; cuando se encontró con los ojos de Paco, que no dejaban de mirarla.
—¿Qué quieres?
—He pensado mucho en ti en estos años.
—¿De veras?
—Manolo tuvo mucha suerte contigo. Poder compartir su vida con una mujer como tú.
—Estás desconocido, Paco.
—Virtudes, todavía siento algo por ti.
Paco supo que aquél era el momento de la verdad, de lo que dijera en ese momento dependería su futuro. Se le pasó por la cabeza soltar una broma, pero el semblante de Virtudes era sobrio; le estaba escuchando y no era momento de decir tonterías. Pero él no sabía muy bien hablar de sus sentimientos, se preguntó a sí mismo qué quería de ella de verdad. Sí, sabía la respuesta, quería compartir sus días, y que el sueño le encontrara al lado de ella y poder besarla, así de simple, aunque no quisiera decirlo, deseaba un amor. Pero lo asaltó el miedo.
—Yo no valgo para hablar, Virtudes.
—Entonces ¿qué quieres?
—Sí, tienes razón. ¿Qué quiero?… Quiero tu compañía y tu cariño. Me gustan tus sonrisas y creo que me alegrarían la vida. Deseo dormir contigo y sentir tu calor al despertarme.
—Por una vez no bromeas.
—No, ya es tarde para chanzas. Ya no tenemos tanto tiempo.
Virtudes terminó de adecentar al finado, adivinó los rasgos de Paco dentro de treinta años y le parecieron serenos. Tal vez cinco años fueran suficientes, Virtudes ya vestía de color morado, ese ligero alivio del negro luto. Le había gustado lo de las sonrisas, hacía tiempo que no se le iluminaba la cara, estaba harta de tanta tristeza. Paco no era una maravilla pero no estaba mal y le había hablado con franqueza, su mirada había cambiado. No era ya el mozo guapetón y vanidoso de los veinte años, ahora parecía un hombre solitario dispuesto a quererla.
—¿Me acompañas a casa?
—¿¡Eh!? Encantado…
Virtudes apagó las luces, cerró y salieron a la calle. Se cruzaron con una pandilla de adolescentes que volvía cantando a casa: Miña terra galega, Cuando estás lejos de mí.
Andaban achispados y, como lo hacían mal a propósito, echaban grandes risotadas. Cuando los chicos se alejaron, Paco le preguntó:
—¿Puedo cogerte la mano?
—Bueno.
Virtudes trataba de mantenerse formal pero la sonrisa afloraba sin querer a sus labios, pensaba que ¡un hombre estaba haciéndole la corte a su edad! Si Manolo la estuviera viendo… Levantó la cabeza hacia el cielo, allí estaba la luna. Le preguntó a Manolo si no le parecía mal; ya habían pasado muchos años, ella le seguía queriendo pero él se había ido demasiado pronto.
Paco no se atrevía a hablar: mantenía entre su mano la de Virtudes. No se atrevían a mirarse a la cara porque algo de los veinte años había vuelto a ellos. La calma de la madurez les ayudó a guardar silencio y a disfrutar.
Al llegar a la casa de ella por fin se hablaron mirándose a los ojos.
—Buenas noches.
—Buenas noches, Virtudes.
Paco le besó en la mejilla por la costumbre mientras ella le apretaba la mano. Él se quedó en el umbral.
—Virtudes, ¿sabes qué?
—¿Sí?
—Estás preciosa esta noche.
—Gracias.
Ella abrió la puerta y se giró hacia él.
—Adiós, Paco, que descanses.
—Adiós, Virtudes. Gracias.
Virtudes sentía un galope en el corazón que había olvidado hacía ya mucho tiempo. Paco estaba contento porque había imaginado que no tendría ninguna posibilidad y se fue a casa silbando. Cuando se dio cuenta de lo que silbaba, reconoció un viejo pasodoble, una canción que hizo furor tres décadas atrás. Pensó en el baile que se celebraba en Cangas todos los viernes, aquél del que le habían hablado sus amigos y que le parecía una ceremonia dedicada a la nostalgia. Sin embargo, quizás todavía pudiera bailar con Virtudes. Imaginó las delicadas manos de Virtudes enlazadas a las suyas disfrutando juntos de un bolero.